martes, 31 de diciembre de 2013

Otoño en Cecebre

No se me ocurre un lugar mejor que Cecebre para dedicar la última entrada de 2013. Un año en el que la observación de aves, tema que ha ido ganando relevancia hasta ser predominante en el blog, me ha atrapado definitivamente, y en el que Cecebre ha sido testigo de muchos bonitos momentos que me han ayudado a comprender un poco mejor el reloj de la naturaleza.

En las siguientes líneas pretendo resumir algunos de estos momentos que he vivido, a ratos sueltos, durante este pasado otoño. Como siempre considero prioritario disfrutar de cada instante que la naturaleza nos regala, centrándome en disfrutar de todas las agradables sensaciones que se pueden percibir en el medio natural, las fotografias suelen quedar en un segundo plano, como recuerdo personal de estas bonitas vivencias y con la esperanza de que también puedan transmitir algo a las personas con las que las comparto. Dicho de otra manera, las fotos son bastante malas, aunque una muestra fiel de lo que se puede contemplar.

El otoño comenzó con calor y lluvias, y recuerdo los bosques, prados y senderos plagados de setas de todo tipo, en cuya identificación pretendo realizar grandes progresos en tiempos venideros.



A medida que iba bajando el nivel de las aguas del embalse, fueron haciendo acto de presencia la mayoría de las aves que se mueven por las orillas. Las siempre habituales garzas reales (Ardea cinerea) crecieron en número, y en ocasiones se vieron acompañadas por las elegantes garcetas grandes (Egretta alba), mucho menos habituales en la zona.



Llegaron a verse grupos de hasta 9 ejemplares, como el de la siguiente foto tomada desde la lejanía.


Otro visitante poco numeroso es el andarríos grande (Tringa ochropus).



Y lo mismo ocurre con el bisbita alpino (Anthus spinoletta), aunque durante esta época del año se pudieron observar unos cuantos.


Un buen día puedes ser sorprendido por la simpática y precisa coordinación de un bando de diez archibebes claros (Tringa nebularia).




Algo más cerca del invierno llegaron las avefrías (Vanellus vanellus), con sus inconfundibles siluetas. Siempre distantes y con mala luz, me queda la espinita de poder observarlas desde mucho más cerca.




Lo bueno de los lugares como Cecebre es que, mientras observas una cosa, siempre se recibe alguna visita sorpresa, como fue la de esta lavandera cascadeña (Motacilla cinerea).


No hay que olvidarse de alzar la mirada de vez en cuando, pues en el cielo también discurren historias interesantes. Una de las más habituales la protagonizan las cornejas (Corvus corone) acosando a un ratonero (Buteo buteo). Dos enemigos irreconciliables pero condenados a entenderse.



En cualquier época del año, el somormujo lavanco (Podiceps cristatus) puede darte la alegría de aparecer más cerca de lo que es habitual para que puedas deleitarte con su plumaje, llamativo incluso fuera de la época de cría.





Y, en la distancia, multitud de anátidas vienen a pasar el invierno. Este año, entre cercetas y azulones se coló una pareja de tarros blancos (Tadorna tadorna) como invitados de excepción.






¡Feliz 2014!

martes, 17 de diciembre de 2013

¿Y esto cómo se come?

Esto tiene buena pinta...


Pero... ¿cómo me lo puedo tragar? 


Quizá girándolo así...


O mejor por este lado...


¡Sí, mucho mejor!


Tras unas cuantas maniobras, lo que parecía físicamente imposible acabó sucediendo y la pobre estrella de mar acabó en el buche de esta gaviota. La identificación exacta de la especie y edad es aún una asignatura pendiente que espero acabar aprobando con el paso del tiempo. No obstante, me lanzaré a la piscina y, con la esperanza de que el batacazo no sea muy grande, diré que es una Larus michahellis de tercer invierno segundo invierno (Gracias, Xabi!).

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Nutrias de Cecebre

Caminaba por uno de los senderos que bordean el embalse de Cecebre la primera vez que fui sorprendido por una de las nutrias que habitan en el lugar. Ser sigiloso cuando se pasea por el campo a menudo tiene premio. En tierra firme y a plena luz del día, la nutria correteaba acercándose a mí cada vez más. Intenté no mover ni un pelo mientras se seguía acercando, hasta que la vegetación que se interponía entre ambos me impidió seguir viendo sus movimientos. A pesar de que esperé unos cuantos minutos antes de moverme, no pude volver a ubicarla. Sabía que estaba muy cerca, pero fue como si se hubiese esfumado de repente. Una capacidad que los animales salvajes saben explotar a la perfección.

Hace pocos días, mientras observaba aves como de costumbre, localicé a dos ejemplares en el agua, nuevamente ya pasado el mediodía. En las cercanías de la orilla, parecían juguetear, emergiendo y zambulléndose una y otra vez, aunque apenas asomando la nariz y los ojos sobre la lámina de agua durante escasos segundos. Al rato, una de ellas decidió abandonar el agua, probablemente para ir a descansar a su guarida. Unos pocos segundos en los que apenas acerté a grabar un torpe video testimonial.


En tierra, el elegante buceo de la nutria se transformó en un trote menos estético, desplazándose a saltos con esa particular postura encorvada. A pesar de ello, su apariencia sigue siendo la de un animal bastante ágil, y al observarla en vivo queda patente su importante corpulencia.



En mitad de su carrera, la protagonista de la secuencia frenó en seco y dio media vuelta, para permanecer unos instantes con la mirada fija en el agua, donde permanecía su compañera. Finalmente, decidió que se iba a descansar sola, desapareciendo entre la maraña de ramas, raíces y tocones de árboles que rodean el embalse y que les proporcionan buen refugio.



Es motivo de satisfacción comprobar que esta especie, tan sensible a la contaminación de las aguas, goza de buena salud en este entorno, en el que juega un papel fundamental al mantener a raya la plaga de cangrejos de río invasores. Un ejemplo más de la rica biodiversidad que pueden albergar lugares tan próximos a los asentamientos humanos, a poco que se los cuide.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Depredador urbano

Doy por finalizada mi jornada de observación de alcatraces cuando, aún maravillado por lo que acabo de presenciar, sobre mi cabeza me llama la atención el grado de excitación de un grupo de gaviotas. Ellas mismas me facilitan la identificación del causante del alboroto, pues entre las aves marinas destaca una silueta más oscura, epicentro de su atención: un ejemplar de halcón peregrino (Falco peregrinus).


Con tanta valentía como prudencia, se turnan para avalanzarse sobre él. Eso sí, sin llegar a tocarlo. Todas las demás lo rodean sin parar de chillar. La táctica surte efecto y el halcón se aleja de ellas con tal suerte para mí que, tras un breve planeo, se posa en el acantilado a unos pocos metros de distancia de mi posición.


Por su actitud, me dio la sensación de que el halcón no tenía la intención de desayunar gaviota patiamarilla, aunque seguro que en algún momento tuvo la tentación. Creo que simplemente pasaba por un lugar en el que no era bien recibido.


Su plumaje, aún de tonos ligeramente parduzcos y con algunos márgenes pálidos, rebela que se trata de un ejemplar joven.


Su descanso es corto y enseguida alza el vuelo, alejándose hasta que lo pierdo de vista entre los edificios de la ciudad. Me distraigo unos minutos respondiendo unos mensajes con el teléfono móvil y, cuando vuelvo a alzar la mirada, lo tengo de nuevo sobre mí. Aunque en esta ocasión, de sus garras sobresalen con desorden las plumas de una desafortunada paloma, una presa mucho más asequible que las grandes y agresivas gaviotas. Desciende rápidamente y desaparece de mi vista bajo el acantilado sobre el que me encuentro. Recorro el sinuoso litoral buscando una perspectiva diferente del lugar, pero ya no soy capaz de volver a localizarlo.

Y así transcurrió una mañana otoñal de día festivo. Entre alcatraces y halcones, con la majestuosa Torre de Hércules y un revuelto Océano Atlántico como testigos. Una mañana diferente de las que no se olvidan fácilmente.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Alcatraces viajeros

A principios de este mes, quise dedicarle una mañana completa a la observación de aves marinas en paso migratorio, algo que no había hecho antes. Esperaba sobre todo ser capaz de identificar alcatraces (Morus bassanus), por ser fácilmente distinguibles y porque las cifras que llegaban por parte de los observadores en Estaca de Bares eran impresionantes, llegándose a alcanzar varios miles de ejemplares por hora. Con esa idea llegué a las inmediaciones de la Torre de Hércules en un día de viento, lluvia y con el mar muy revuelto.

Pronto me di cuenta de que los alcatraces iban a ser relativamente fáciles de identificar, por su gran envergadura, la mayor de nuestras aves marinas, y sobre todo los ejemplares adultos, con su color blanco puro que destaca sobre el mar.




Los jóvenes tienen un plumaje mucho más oscuro, con tonos pardos o negruzcos y un bonito moteado blanco.



La vida del alcatraz comienza sobre un nido de algas situado en un acantilado o una isla inaccesible de países como Islandia, Islas Feroe o Gran Bretaña. En este último sitio, las poblaciones de alcatraces representan un porcentaje muy elevado de la totalidad de alcatraces en el mundo.



Cada año ponen un solo huevo. En 10 semanas, el pequeño alcanza 4,5 kg, 1 kg más que sus padres, lo que le permite sobrevivir cuando sus padres lo abandonan. Sin saber volar, se tira al mar desde el acantilado y a menudo debe hacer decenas de kilómetros a nado antes de aprender a volar, lo que ocurre sobre las 15 semanas.


Es entonces el momento de aprender a pescar al modo de los alcatraces, con asombrosas zambullidas en diagonal empinada, desde 10 a 40 m, replegando las alas hacia atrás justo antes de golpear la superficie. Una maniobra espectacular que acostumbramos a ver en los documentales, pero que también se puede observar fácilmente desde nuestras costas. Alcanzan una velocidad de 100 km/h en el momento en que penetran en el agua. Todo un reto para la fotografía. Yo por el momento me conformo con capturar los instantes anteriores y posteriores a la acción.





Fuera de la estación de cría, los alcatraces son de costumbres pelágicas y no se suelen acercar mucho al continente. Pero en días de temporal, el viento los puede empujar hacia la costa y los podemos observar mucho mejor. Incluso algún ejemplar, atraído por los peces, me sorprendió bordeando la pequeña ensenada entre Punta Herminia y la Torre de Hércules.




Son aves muy sociables y las colonias a veces son inmensas, como la de la isla escocesa de Saint Kilda, que cuenta con decenas de miles de individuos. En su viaje migratorio, esperaba verlos formando largas filas, pero fue todo lo contrario, y la gran mayoría de ellos iban solos o en parejas. Seguramente el fuerte temporal y el cansancio del viaje provocaron que los bandos se fuesen deshaciendo.






Las poblaciones son en parte migratorias y en nuestros mares son más numerosos en otoño-invierno, cuando se dispersan hacia el Sur, al parecer con forma poco prefijada. Es todo un privilegio que esta especie nos visite con frecuencia y podamos contemplar su comportamiento salvaje a un paso de nuestras casas.